Llegar a Posada Amazonía es cruzar un portal hacia un mundo distinto, que parece casi extinto. Rodeado de verde, de vida, de agua. A solo 25 minutos de Florencia, capital del departamento del Caquetá, en una entrada inesperada de la carretera, hay un puente colgante sobre una quebrada.
Cuando el sol atraviesa los vacíos entre los árboles, ilumina la superficie del agua, las rocas lisas y los troncos viejos que cruzan la corriente.

Parece un portal en el tiempo porque, además, ese mismo camino conduce a una vereda a la que solo se puede acceder a pie o a lomo de mula. Es común ver pasar a estos cuadrúpedos cargando mercado y perderse por un sendero en medio de la selva, algo poco habitual en estos tiempos de tecnología y motores. Para llegar a esa vereda, se toma a la izquierda; de frente, está la entrada a la posada.

Parece un lugar extinto porque hay un verdor absoluto, el aire es distinto, limpio, nuevo; el sonido ambiente es el de las chicharras, las aves, las ranas, los grillos… el de la vida. Este espacio lo creó la naturaleza, pero las cabañas —en completa armonía con el entorno— son obra de la creatividad de Zonia Gómez.
Zonia es profesora. Durante décadas se ha dedicado a la docencia y actualmente enseña en la Institución Educativa Barrios Unidos del Sur, en Florencia, donde lidera proyectos en torno a las danzas tradicionales del departamento. Aunque ama ser profesora, hoy ha volcado todo su entusiasmo en la posada, tanto así que planea mudarse allá con su esposo. “Si me pusieran a elegir entre allá y acá, me quedo acá. Es que mire todo esto”, dice emocionada mientras señala a su alrededor.

Descubrieron el terreno mientras exploraban las inmediaciones de Florencia en moto, preguntando por predios en venta, y por casualidad, llegaron a la escuela de la vereda. “Yo dije: ‘Allá debe haber un colega que me ayude’. Así que fui, pregunté, y me comentaron que la dueña de esta tierra quería venderla”, cuenta Zonia.

Se hicieron amigos de la propietaria y, una vez resueltos unos asuntos de herencias, lograron comprar el terreno. “Le empezamos a poner cariño. Como era un lugar familiar, teníamos nuestras vacas de ordeño, y como ya había una piscina, trajimos a nuestra mascota: una cachama que se llama Jack y lleva con nosotros veinticinco años”.

“¿Veinticinco años?”, pregunta alguien. “Sí; voy a llamarlo”. Zonia lanza comida a una de las reservas de agua, y en el fondo turbio se vislumbra una enorme silueta que comienza a moverse. En ese pozo también habita un pirarucú de dos metros de largo. Parecen seres prehistóricos que cuidan esta tierra.

Antes de la pandemia, Zonia viajó con su familia a Costa Rica y notó que su terreno se parecía mucho a los destinos de ecoturismo que visitó allá. Con esa idea en mente, decidió montar la posada. Comenzaron poco a poco, habitación por habitación, con un diseño propio que parece sacado de la imaginación de arquitectos experimentados.

“Mire, yo llego y me imagino los espacios; a veces me despierto en la noche y los dibujo en un papel. Luego se lo paso a los maestros que me han ayudado —gente de acá, de la zona— y ellos se encargan de hacerlo realidad”, explica Zonia al frente de la cabaña El Cardenal, una amplia habitación construida sobre una roca. “La idea de este lugar es respetar la naturaleza, no destruir nada”, asegura.
La inspiración de Posada Amazonía
Esa cabaña, en particular, tiene una ventana que enmarca los árboles y la quebrada cercana, una terraza con vista a toda la posada y un baño al aire libre que permite disfrutar de la naturaleza mientras uno se da una ducha.

Cada cabaña lleva el nombre de un ave que se ha avistado en el lugar. Está, por ejemplo, Carpintero, que atraviesa un árbol al que esas aves llegan frecuentemente. O también está Ara Macaw, con una vista espectacular al bosque nativo que la rodea.
Las zonas sociales están inspiradas en las malocas indígenas, concebidas como espacios para compartir, dialogar y reflexionar. La mayoría de los materiales empleados en la construcción los ha provisto la misma tierra. La quebrada les da madera: caminan por la orilla y encuentran árboles arrastrados por el agua. Esa madera, ya fosilizada, se trabaja y se aprovecha.

Más allá de hospedarse en este lugar y aprovechar su comodidad, lo fascinante es disfrutar de un recorrido al lado de la quebrada, detenerse a mirar cómo el viento mueve las hojas de estos árboles centenarios, entender el mundo minúsculo del reino fungi, o simplemente enriquecer el oído escuchando el canto de las numerosas aves que habitan esta tierra. Antes, en épocas de guerra, habría sido imposible estar acá; sin embargo, hoy se respira un aire de paz.
Zonia les sigue lanzando comida a sus peces, mientras el agua de la quebrada brilla bajo el sol.